Las tazas (2009)


Dicen que cuando alguien revisita algo y lo recuerda (lo vuelve a pasar por el corazón) para luego soltarlo y dejarlo ir, se libera, se sana, se vuelve a encontrar.

Bien, en eso ando: recordando/releyendo a la Corita que fui en 2009. La que despertó como Neo (o más bien como La Bella Durmiente cuando llegó su Charming soñado). La que metió mil veces la pata dentro y fuera de la Matrix. Y la que salió corriendo del amor, se quiso tomar la pastilla para volver a dormir y lo logró.
Esa Corita del 2009 no es tan diferente a esta, más de diez años después. Salvo que volvió a despertar, por sí misma, y así se quedó. Dejó de fumar y de comer Don Satur. Nunca más trabajó para otro en su vida. Aprendió a no pelearse con el mundo. Está logrando terminar una novela para publicar y ahora se abrió un blog para contar el amor mientras vuelve a casa.


Las Tazas (2009)

Seguramente cuando esté trabajando otra vez tendré mil cosas para decir, se me ocurrirán mil ideas para La Gran Novela. La misma que me dará la posibilidad de no tener que trabajar en una oficina nunca más en mi vida. Pero claro, eso no ocurre ahora que tengo todo el tiempo disponible y que disfruto de unas prolongadas vacaciones. Tan prolongadas que ya en sí parecen un trabajo donde lo único que tengo que hacer es esperar a las musas. Y las muy turras no tienen ni ganas de aparecer.

Pienso en la cantidad de temas que podría tocar, todas esas personas que se pueden inventar y hacer vivir y enseguida me pierdo en la cocina y lavo un par de tazas que me molestan desde allá, desde la cocina, porque aún cuando no las veo desde acá, sé que están ahí, las tazas. Esperando a que vaya yo y las lave. Y después decido ir al supermercado así ya tengo todo listo para cocinar y puedo ponerme a escribir tranquila. Pero otra vez ante la hoja en blanco, se hace la hora de cocinar y no he escrito ni mi nombre. Y cocino, como, lavo los platos, me doy una ducha pensando en que luego, y ya con todo listo, podré sentarme a pescar alguna idea. Pero es un engaño garrafal porque al sentarme siempre ocurre algo, o lo hago ocurrir, que me aleja de la hoja y de nuevo a empezar.

Entonces decidí que voy a contar esto, de cómo las tazas me esperan en la cocina para ser lavadas, o de cómo, en esta nueva vida, me toca cocinar. Tendría que haber un género que no fuera ni novela ni diario íntimo. Yo sé que existe, porque en este momento no estoy escribiendo una novela ni le estoy hablando a mi querido diario.  Pero habría que ver qué opinan los editores al respecto. Y luego, qué opina la gente que va a comprar una novela y se lleva un libro de recetas para vivir o matarse. A mí me encanta.

He leído un enorme libro de Mario Levrero donde cuenta cómo se la pasa mirando a una paloma muerta en la terraza de enfrente y cómo se la pasa jugando a los videojuegos y en sí no es una novela como las de las Brontë, pero es la novela de los días de un hombre común y corriente que no se puede inspirar. Y sí, a mí me encantó.  A lo mejor solamente a un escritor le pueden gustar este tipo de cosas. A lo mejor los libreros no las recomendarían para un viaje de avión. Pero es lo que hay. Y mientras haya algo, hay que plasmarlo. Así sea el acto de lavar dos tazas que se matan de risa desde la mesada.

Hace unos días hablaba con mi amigo librero, porque me trajo la última novela de Stephen King, y le dije: ¿A vos te parece que es él? ¿Cómo puede escribir dos libros por año (y dos libracos, encima), editarlos, hacer todo lo que un millonario tiene que hacer, y seguir? Porque pasan los años y el tipo cada vez escribe más. Y yo leí casi toda su ficción, pero me cuesta creer que sigan saliendo historias como medialunas en la panadería de la esquina. Mi amigo se encogió de hombros, reticente.

—Pero esta novela está genial.

Sí, ya sé que está genial. Casi seguro. Porque uno lo lee y no lo puede soltar. Pero yo hablaba de otra cosa y anoche, en la cama y hablando de Stephen King con mi novio (quizá por sentirme culpable ante mi propia duda comencé a decir lo mucho que me gustaba el estilo King y que nadie en este mundo escribe sobre las cosas que escribe él y que qué importa si el tipo es best seller y cualquiera lo puede leer, porque en definitiva está bueno poder llegar a cualquier tipo de público en vez de ser un escritor de culto al que editan recién después de que se tira por un puente o se mete una bala en la frente) decía todo eso hasta que mi novio alzó la vista de su libro re para masones grado 32 y me miró con esa cara que te ponen los adultos cuando ya es hora de contarte quién es Papá Noel:

—¿De verdad pensás que eso que estás leyendo todavía es él? ¿No creés que el tipo tiene escritores fantasma a esta altura del partido?

En inglés medio British me lo dijo, así que sonó hasta con innegable autoridad, como suena todo lo que se dice en inglés medio British. Y sí. Hace rato ya que me lo pregunto. Pero bueno.

—Es tan sólo un nombre en la portada del libro. Nadie puede escribir tanto —sonrió.

Admití que algunos de sus libros no me gustaron, justamente porque parecía otra voz, otro estilo, pero que esta última novela me sonaba muy a él, salvando las traducciones, porque aún así uno presiente ese estilo inigualable después de haber leído más de dos docenas de libros del mismo autor. Y encima de haber admitido eso, tuve que bancarme su sonrisita condescendiente por estar leyendo a Stephen King, porque se ve que a él sí le rompe los esquemas más que a mí todo el tema de los best sellers y la literatura para masas.

Pero bueno. A veces tengo que leer best sellers. Algo para devorar. No siempre quiero leer a Virginia Woolf y no siempre estoy con ánimo para leer a Burroughs. Mientras se trate de leer, cualquier estilo me viene bien. Algunas cosas son tan malas que me dan la alegría de pensar que yo las puedo escribir mejor. Pero no las escribí. Ni mejor ni peor. Son ellos los que tienen su libro en la calle mientras yo me quedo tratando de pescar ideas luego de lavar las tazas. Entonces, leo celebrando su caradurez. Porque hay que tener cara para presentar algunas cosas y decir: Quiero editar esto. Y pienso que en este mundo y en este momento, lo más valioso es tener cara de piedra. Ya es sumamente valioso que la gente escriba, ahora que nadie lee y que hay tantas distracciones más peligrosas que un par de tazas. Eso, hoy en día, es valorable.

Y lo dice alguien que no se inspira más porque siempre hay algo con qué distraerse. El Facebook, por ejemplo. Abro el Facebook (que antes era MySpace y antes era Fotolog y antes era Sala de Chat de grupos MSN) y lo miro como si me fuera a revelar algo. Por supuesto que ahí es donde puedo publicar mis textos para que todos mis amigos los lean y me comenten qué opinan (como si los amigos pudieran ser críticos objetivos, pero ese es otro tema).  Pero una vez que publiqué y que me comentaron y que me alentaron a seguir escribiendo, me quedo mirando el Facebook como si en su página de inicio estuviera la musa de las musas haciéndome señales de humo.

No sé qué espero, porque nada interesante pasa en el Facebook como para que yo pierda tanto tiempo actualizando la página de inicio. Sólo leo que uno se hizo un test con faltas de ortografía donde dice que su nivel de conocimiento de los Simpsons es ‘exelente’, que el otro colgó veintinueve mil fotos que jamás terminaré de ver, que alguno puso el video de su canción pop favorita, cosa que definitivamente no veré, que el que trabaja en la oficina cambia su estado veinte veces en una hora para repetir que se quiere ir a su casa y mil ridiculeces más.

Si es cierto que Facebook fue creado por la CIA, los muchachos se deben morir de aburrimiento dentro de tanta intrascendencia junta. Nadie sería capaz de meter una bomba en algún lugar si se la pasa haciendo tests de personalidad con faltas de ortografía y respuestas de manual Santillana. Nadie podría conspirar contra nada más que contra sí mismo desde el momento en el que se pasa horas enteras con el Facebook abierto. Como yo. Que a lo sumo lavo las tazas y vuelvo a actualizar la página de inicio. Como si en algún momento me fuera a aparecer La Noticia del Universo. Como si en algún momento me fuera a iluminar.

Por eso me obligué a sentarme ante la hoja en blanco y escribir este rosario de necedades. Porque admito que no estoy diciendo nada trascendental y que con mis palabras nadie se va a sentir iluminado. Pero al menos estoy vertiendo algo en esta vida, sin argumento, sin tema, sin personajes inolvidables, sin posibilidades de ser llevado a la pantalla grande. Pero estoy haciendo en lugar de quedarme sentada, esperando por estas musas turras que se perdieron el colectivo.

No es fácil sentarse a escribir y saber que no se está escribiendo La Gran Novela. Es un golpe bajo releerse y comprobar que se está escribiendo a medio motor. Qué digo. Que ni siquiera se está escribiendo. Porque una cosa es alinear palabras y otra distinta es escribir literatura. Igualmente, en este momento del mundo, ya no sé qué es literatura y qué no. Creo que ya casi no importa, que después de los clásicos, todo se fue por la tangente y ahí quedó, pendiendo de un hilo.

Y justo cuando se me había acabado el hilo llega Clarice desde su crónica y escribe con total desparpajo que ‘…no pensaron en construir belleza, sería fácil; ellos levantaron su espanto, y dejaron inexplicado el espanto. La creación no es comprensión, es un nuevo misterio.’ Habla de Brasilia y de los sueños y de algo más que entenderé (o no) cuando termine de leer la crónica. Porque la dejé en suspenso ni bien leí esas palabras.

No pretendo parecer drogada, pero Clarice me habla. No es la primera vez que me dice con otras palabras exactamente lo que estoy pensando. Y esta vez me hizo pensar que quizá estoy escribiendo esto para armar el espacio donde hablar de todas esas cosas que quedan flotando en mi mente luego de una lectura o de una conversación. No niego que escribir así, sin sentido, puede llegar a ser un espanto. Y no solamente para quien lo lea, sino para mí misma. Y mi misterio es esto que me impulsa a escribir, lo que sea, pero escribir. No pretendo comprenderlo; hace mucho tiempo ya que me rendí ante la simple idea de entender por qué y para qué y por quién escribo. Así que no daré explicaciones tampoco y seguiré creando estas líneas que, sé muy bien, hacia algún lado me van a llevar.

Por ahora seguiré con las cosas que flotan. Todavía están sin lavar las tazas. Pero ahora ellas pueden esperar. La que no puede esperar soy yo. En verdad, sí que puedo, pero me hago la que no. Tampoco es que pretendo algo que no está pasando, quiero decir que me miento a mí misma y fabrico esta ansiedad desde la nada, porque últimamente estoy bastante apática y como fuera de circulación. Entonces me tengo que mentir, me tengo que obligar a creer que hoy yo no puedo esperar y que es mi momento para escribir, porque de lo contrario, siempre me quedo esperando a que llegue el momento y así se me van los días como arena entre los dedos.

Acabo de descubrirme una mentira y es la que me hacía pensar que, si no lavaba las tazas, al llegar mi novio se enojaría. Justamente, mi novio. El que me dice que escriba y publique y viva de eso. Porque aunque leo de vez en cuando a Stephen King, creo que él sí que confía en mí, aun entendiendo la mitad de lo que escribo porque su idioma es distinto al mío y recién está aprendiendo a hablarlo. Y a veces me dice que estoy mucho tiempo con la computadora, como anoche. Anoche que me enojé y le ladré que estaba escribiendo.

—Pero si estás todo el día con el Facebook.

Y ahí me tuve que callar la boca y guardar las garras, porque tenía toda la razón del mundo. Hasta el momento, él no me vio escribir como posesa y la única vez que avistó algo parecido y preguntó qué escribía, recibió como respuesta:

—Un mail a una amiga de Facebook.

Claro. Yo digo que no se pone de acuerdo, que me dice que escriba y después me dice que deje de estar tanto con la computadora, pero al final, tiene razón. Y me pregunto por qué me mentí y me convencí de que dejaba de escribir para lavar las tazas porque él se enojaría. Si se enojara por eso no sería mi novio y jamás lo hubiera sido. Pero será que ahora que vivo en pareja es más fácil echarle la culpa al otro, así sea con delirios tan fantásticos que bien podría escribir una novela. Pero tampoco así sirve. No sirve que me mienta para no escribir, pero es sumamente útil mentirme para hacerlo.

Porque al final es más cierto que el posible enojo de mi novio esto de que no puedo esperar para escribir. Ya no tengo quince años. Tampoco tengo una carrera terminada y hace casi un año que estoy de vacaciones. Si no escribo ahora, ¿cuándo? ¿Cuando no tenga más remedio que trabajar y ahí sí, no tenga tiempo ni para lavar las tazas del desayuno tres días después? No, no hay duda de que llegó el momento de poner la carne en el asador y escribir todo lo que antes, por falta de tiempo y de rendimiento mental, no escribí.
No tengo excusa alguna ahora que me han pasado tantas cosas y que en un año sin tener que ir a trabajar he vivido tanto, pero tanto, sin hablar de todo lo que tengo en planes vivir. Tampoco quiero que pase otro día en el que El Hombre De Mis Sueños Cumplidos me vea colgada del Facebook. No quiero seguir escuchando a todos mis amigos decir que tengo que publicar, que confíe en mí. Ni quiero tener cincuenta años y estar todavía en veremos.

Queda bien en claro que la escritura es mi as bajo la manga. No sé de qué forma la voy a usar, ni sé en qué momento, pero espero que no sea post mortem, porque de algo hay que vivir. Y si bien es muy difícil vivir de la palabra, no es imposible. Mucha gente lo logra y me estoy convenciendo de que ésa es la gente que no piensa en cuán difícil es lograrlo ni en si es bueno o malo. Lo hace y ya.

Lo bueno de este hacer que es la escritura es que solamente hay que escribir. Hay que escribir hasta que se haga carne y una vez que se hace carne, lo llevamos en la sangre, podemos relatar hasta un partido de fútbol y todos van a quedarse asombrados por tamaña capacidad. Porque es un poco como jugar al fútbol. Tenés que jugar mucho al fútbol para ser bueno y estar en algún lugar más lejos que el club del barrio. Y Clarice que me vuelve a hablar, por lo que voy al libro y busco:
‘Escribir siempre me costó, aunque hubiera partido de lo que se llama vocación. Vocación no es lo mismo que talento. Se puede tener vocación y no tener talento, es decir, se puede ser convocado y no saber cómo ir.’
Y es ahí donde creo que quería llegar. La vocación primero. Primero se escribe. Después nos fijamos en la Guía T y si no hay colectivos, nos tomamos un taxi. Siempre, de alguna forma, se puede llegar, pero no hay que caer con las manos vacías.
Yo no sé si tengo talento. Y retomo el tema de los amigos que me leen. Suelo pensar que se maravillan de mi escritura porque en lo que va de vida escribí mucho más de lo que ellos escribieron alguna vez. Y eso es como maravillarse por los goles de Messi y los pases de Riquelme, cuando ellos se pasan todo el día entrenando para lograrlo y nosotros ni siquiera corremos el colectivo.

Sin embargo, tengo amigos que escriben y que escriben muy bien. Desde mi punto de vista, mejor que yo. Mejores cuentos, mejor prosa poética, mejores relatos de fin de semana, cualquier cosa que escriban, la escriben bien. Y son los mismos amigos que se quitan el sombrero ante mis tímidos textos. Los mismos que me recuerdan, todas las veces que pueden, que tengo que animarme a editar algo, publicar en algún lugar donde más gente pueda leer o mandar a concursos para ganar algunos euros y cuadritos conmemorativos.

Y luego están todas las profesoras de literatura que he tenido, todas maravilladas por mis primeros y medianos textos. Ahora no me leen, pero quiero creer que esto es un progreso y que no es un desaprender a escribir, por más que cada vez que escribo me siento más inexperta y básica. Mi mamá no cuenta, por supuesto, pero me gusta que me lea siempre. Y Mi Querido, que se pierde la mitad de lo que quiero expresar simplemente porque no domina el idioma, no deja de confiar en que algo tengo.
Siempre pienso que ya lo sé, que tan tonta no soy, y que sé muy bien que algo tengo. Al menos ganas de escribir, siempre tengo. El problema se presenta cuando tengo ganas de escribir y no escribo nada. Y también sé muy bien que nadie va a editar algo que tengo en la cabeza y que no dejo salir.

Quizá por eso esto también sea, aparte de un afiche de pensamientos flotantes, un ejercicio para la fluidez, para dominar el nuevo teclado, para encontrar temas sobre los que escribir. Sí, seguramente esto es eso. Así empezó, bah. Porque no empezó como novela ni como cuento ni como querido diario y fue una batalla contra las tazas que hoy no lavé. Ni pienso lavar.

También puede esto servir para los que estén interesados en las batallas de una escritora joven en este momento del mundo y en este país y eso es algo que yo conozco muy bien. Si todos los días alguna idea que se relaciona con esto se me pasa por la cabeza. Casi siempre se trata de la pregunta: ¿podré vivir alguna vez de la escritura? Ya no pienso que no. Pero permanece la sensación de que no será tan fácil como parece. Y entonces la escritura, lo único con lo que vine a este mundo, lo único que me gusta y que puedo hacer medianamente bien, se me vuelve en contra, se convierte en mi enemiga, porque es lo único con lo que cuento y sentir eso es como sentir que uno solamente cuenta con una persona en este mundo.

Es totalmente lógico que el borde del amor se toque con el del odio si se nos da por pensar que eso único que tenemos y amamos algún día nos va a fallar y se va a ir. Entonces es cuando siento que más que suerte, esto de escribir, puede ser una desgracia. Si mi vocación fuera ser ama de casa, no sería tan complicado. Incluso para ser madre no tendría que volverme caradura ni tendría que pensar día y noche en la manera de materializar mis creaciones. Ya estarían materializadas. Y por eso está tan diferenciado: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. No son cosas que se parezcan tanto, aun cuando vienen de la creación. Son tres luchas distintas.

Pero ya. Stop. Me preocuparé por materializar mi creación cuando ya esté terminada. Ahora sólo tengo que escribir y pulir, escribir y pulir a lo Miyagi, aunque mi amigo el librero, que es Pizarnik en masculino y que domina un lenguaje maravilloso y unas imágenes para hacer cuadros, me dice que mi estilo es único, aun cuando yo crea que sueno a Clarice, a Julio o a Virginia. También me dice que mi voz se incrusta en la gente que me lee para que ésta sienta que le estoy contando eso que nadie cuenta, al oído.

Yo le digo que sería feliz si pudiera contar historias de Cronopios o sagas de escoceses que viajan en el tiempo. También sería feliz si tuviera ojos celestes y rulos naranjas, claro. Entonces, a lo mío. A contar que tengo algunas tazas esperando para ser lavadas y que a mi Novio Venido De Un Sueño no le agrada Stephen King, pero se lo perdono porque es medio escocés, y que mi mamá me lee cuando le doy algo que he escrito. Quizá a alguien en este mundo le pase lo mismo o se emocione con la idea de una taza celeste y una rosa sin lavar, qué sé yo. Si lo supiera, ya sería más millonaria que los Rockefeller.

Pero mejor no me meto en el tema de esta gente que tanto hace por este mundo para convertirlo en las mejores ruinas que visitar desde la luna. Podría escribir sobre muchas cosas que han quedado flotando con respecto a la situación mundial y todo lo que está pasando, desde el dengue hasta la gripe porcina, sin olvidar Afganistán ni Gaza. Pero no es mi deseo ser cronista de guerra porque más allá de eso cada persona tiene su propia guerra interna con cosas más cercanas, cotidianas y traicioneras. Y yo prefiero leer sobre el vivir antes que leer sobre el matar. Ya hay demasiado en los diarios, en los noticieros, incluso en Facebook y ni siquiera termino de saber si realmente todo eso está sucediendo.

Entonces puedo escribir sobre las guerras de este mundo y las alianzas y las bombas que se tiran a diario y los millones en los bancos y las droguerías y los chicos fumando paco a cinco cuadras de mi casa. Pero también puedo escribir sobre las caras de la gente en el subte. Es una lástima pasarme tanto tiempo sin tomar el subte. Mientras puedo, lo evito, pero lo mismo puedo hablar de los colectivos.

Sube la gente con sus guerras internas y sus caras de querer saltarle al cuello al primero que se le interponga en su camino hacia el lugar libre que han avistado. Pareciera que están dispuestos a pelear con cualquiera todo el tiempo. Y es ahí donde sus caras me avisan que no me estoy preocupando por mi propia cara, entonces me concentro en mi cara y relajo los músculos de preocupación que se agarrotan cada vez que el colectivo hace una parada para que suba más gente potencialmente peligrosa.
Es todo un arte aflojar y relajar la cara. No cualquiera lo puede hacer, por lo visto. Y yo aflojo la cara hasta sentir que tengo expresión de idiota. Pero más vale tener cara de idiota que tener cara de culo. Y eso se aprende luego de infinidad de colectivos y de infinidad de caras grises con los colmillos a punto de rasgar cualquier alegría que ande revoloteando por ahí. Así que yo pongo cara de idiota, pero no de estúpida alegría, no vaya a ser cosa que alguien me diga algo por sonreír como estúpida, porque todo indica que en los medios de transporte de Buenos Aires está prohibido demostrar alegría.

Se comprueba cuando un grupo sube a las carcajadas e inunda el colectivo con gritos y más risas por nada y todo el mundo los mira con cara de estar agarrándose los dedos con la puerta en el momento menos indicado. Todos miran a la gente alegre con un brillo de odio en los ojos, como si les fuera inaudita tanta despreocupación, esta juventud que está perdida. En el subte es distinto, porque por más que uno grite y carcajee, el ruido de los motores tapa cualquier cosa. En el subte, la gente viaja con la mirada clavada en el plástico del suelo o en los carteles que publicitan resurrección del cabello y dientes de plástico perlado. En el subte, también, se viaja como sardinas. Dios nos libre del verano para siempre.

Supongo que en los colectivos también se viaja como sardinas, pero yo tengo la bendición de tomarlo casi vacío en la segunda parada y bajarme poco después. No es que esté viajando mucho últimamente, pero me fijo. Me fijo en las caras de las viejas, de los viejos, de los jóvenes y hasta en la cara del chofer. Al menos cuando veo la cara del chofer y descubro que parece un Rottweiler hambriento, le regalo un hola, cosa que siempre los desencaja de sus asientos, porque ¿quién le dice hola al chofer? Si todos suben con sus guerras internas y ladran ‘uno veinte’ y entonces es obvio que el chofer va a tener cara de canino maltratado. Yo le digo hola, ¿cuánto sale hasta…? porque ahora que cambiaron los precios nunca sé cuánto sale hasta, ni lo sabré, así tengo la excusa para preguntarle al pobre hombre, a ver si no se siente tan solo en medio de tanta gente que va y que viene.

Siempre alzan las cejas ante el hola, no se lo esperan nunca. Algunos saludan con una sonrisa y otros simplemente saludan. Generalmente responden con buen humor a mi cuánto sale, y el resto ladra como buen canino, cansado de la gente que nunca sabe cuánto sale hasta. Pero yo, ya con el boleto en la mano, me siento bien por haberle cambiado la rutina a un chofer de colectivos. Es lo único que se me ocurre hacer.

No. También se me ocurre escuchar música. Y es todo un tema, me siento agente de la CIA cada vez que abro el bolso y busco disimuladamente mi súper mega archi iPod que se destaca a la legua. Es todo un tema prenderlo y elegir la música que voy a escuchar, porque uno tiene que andar con cuidado cuando carga con ese tipo de nave espacial en un bondi que se va llenando de gente enojada y nunca sabés cuándo te van a arrebatar tus posesiones de la mano, tan rápido, que se puede ver la imagen como holograma de lo que hace una centésima de segundo estaba ahí y ahora está fuera del colectivo.

Desde que me robaron un humilde, amado y zaparrastroso mp3 al bajar de un bondi, tengo fobia a que vean lo que tengo entre manos. Mucho más ahora que el regalo de compromiso de mi Sueño Cumplido fue un iPod touch, todo un engendro de tecnología extraterrestre por estas pampas. Me vuelvo contorsionista para prenderlo solamente, así que ni sueño con armar una lista de temas. Donde engancha, engancha y eso escucho. Últimamente siempre escucho Pathetique de Beethoven, porque es lo que estoy aprendiendo a tocar y ahí queda. Beethoven desde Flores hasta Caballito. Todo un rito, ya.

Por lo visto la ciudad determina todo lo que uno va a hacer hasta el punto en el que a uno le empieza a gustar y termina por creer que es lo que quiere hacer. La ciudad determina el tiempo libre que uno va a tener, la cara que debe poner, la cantidad de monedas que debe juntar y la música que va a escuchar. Pero uno se acostumbra y ya sabe que tiene que salir con una hora de changüí para llegar a cualquier lugar, no importa, siempre hay que salir con una hora de gracia, por si acaso. Uno ya calcula los minutos del subte y prevé la cantidad de gente con la que se va a cruzar y siempre tiene en cuenta que por Plaza de Mayo alguna calle clave va a estar cortada. Y no dan ganas de salir.

Mi novio me preguntaba cómo era que yo prefería quedarme en mi casa. Claro, nuevo en la ciudad, no se imaginaba lo que era su rutina. Yo creo que ahora me entiende, porque no se puede andar en taxi todo el día. Y aunque se pudiera, tampoco se llega muy lejos con los taxis. A veces es preferible la lata de sardinas subterránea si se quiere vivir más horas sin estar viajando. Uno que vive aquí hace años, ya sabe muy bien todo esto. La ciudad tiene absolutamente todo al alcance de la mano. Pero es la mayor de las pérdidas de tiempo.

Ni hablar cuando llueve, como hoy. Menos mal que es sábado y no tengo que salir a ningún lado. En realidad y para no ser deshonesta, hace un año que no me veo en la obligación constante de salir cuando no lo deseo. Y eso es una de las mayores satisfacciones que he adquirido en mi vida, porque no hay persona que conozca que no se queje de tener que salir algún día equis para ir a un equis lugar que generalmente es el trabajo. Yo ya olvidé lo que es sentir no ganas de ir a trabajar. Si me esfuerzo, quizá puedo retratar el ánimo.

No. Es imposible. Con la lluvia y la falta de luz solar, mi mente está perezosa. Tengo que ejercitar el recuerdo con imágenes incrustadas para llegar a la esencia de la sensación. Entonces recuerdo Plaza de Los Virreyes con agua hasta los tobillos, porque no se inunda: incluso uno ve el pavimento y calcula que ahí puede poner el pie con zapatitos de bancaria bajo la lluvia, y plaf, no era más que una ilusión óptica y la bancaria se moja hasta la cartera. Y cuando se baja del subte en Perú y Avenida de Mayo, comienza la carrera de esquivar paraguas y chorritos traicioneros que siempre caen sobre ella aún llevando paraguas. O sobre sus zapatos ya empapados.

Qué feo, trabajar con los pies húmedos. Si al menos su destino fuera el London City con el café doble y la mesa junto a la ventana, estaría feliz de tener los zapatos mojados. Pero no, es Florida y Perón a donde debe llegar. A cierto banco que ni vale la pena nombrar porque todos los bancos son iguales. Y a trabajar durante ocho horas con los pies mojados luego de casi perder los ojos con las puntas de varios paraguas que aparecen de  la nada.

Los días de lluvia deberían ser feriados en el microcentro. Debería decretarse asueto en los días de lluvia y quizá las ART deberían pelear por eso ante la Casa Rosada. O debería haber gente altamente calificada y especializada en acomodar a los transeúntes que caminan por debajo de las marquesinas y de los balcones con paraguas. Todo aquel que cuente con un paraguas debería caminar por el medio de Florida, a cielo abierto, y dejar de jugar con la salud visual de aquellos que salen de los negocios. Porque se ve a los que no llevan paraguas corriendo por el centro de la peatonal mientras los que sí llevan, caminan como por un city tour, mirando vidrieras e impidiendo el paso de los que salen apurados a la infernal calle.

Es algo que jamás entenderé. A los que usan paraguas y caminan por la zona seca. Y cuando una mira llover por la ventana mientras se toma un mate y piensa que en media hora tendrá que lidiar con eso, ya teniendo los zapatos mojados de antemano, y que pasará ocho horas imaginando las plantas de los pies blancas, arrugadas y pastosas por tanta humedad, dan ganas de quedarse clavada al mate, meterse en la cama con un libro y ser la mujer más desempleada del planeta para siempre.
Como yo ahora. Con todos los días para meterme en la cama con un libro, sin necesidad de salir obligada ni al quiosco. Aunque no es tan así mi yo actual. Al principio sí: me quedaba en cama leyendo y no había diferencia entre la noche y el día. A cualquier hora daba igual tener tiempo libre. Eso en el principio, pero recién después de vivir un par de semanas de parálisis donde me despertaba con una angustia intolerable: ¡Tengo que ir a trabajar!

Tan profunda era aquella idea que se había hecho costumbre de tan incuestionable. Hasta que a los pocos segundos recordaba mi realidad, en la que no había más Plaza de los Virreyes ni subte ni Florida ni banco, porque había decidido no trabajar más. Y qué placentera se hacía la cama en ese momento. Me daban ganas de abrazarla y hacerle el amor. Y qué felicidad sin palabras. Era tanta la felicidad que me paralizaba con esa sensación de estar dispuesta a morir ahí mismo. Pero al levantarme, andaba por la casa como alma errante. Era tan extraño ver el atardecer desde la ventana, que me paralizaba. Hacía cuatro años que la tarde, para mí, significaba tubos fluorescentes y cheques a raudales y corridas de oficina en oficina.
Todo el mundo cree que los bancos trabajan medio día. Y a muy pocos se les da por pensar que todo lo ocurrido en ese medio día tiene que ser procesado en algún momento. Ése era mi trabajo. La cara oculta de la actividad bancaria. Procesar todo eso que la gente ignora una vez que pasó por caja o retiró dinero del cajero automático. Entonces, yo entraba cuando todos salían y salía cuando ya no quedaban ni los cartoneros en el microcentro. Me sentía un vampiro. Un vampiro trabajando para los chupasangres más grandotes de la historia.

Por eso, tomarme un mate junto a la ventana de la cocina y poder mirar a los chicos jugando en la plaza, las viejitas volviendo con las bolsas de las compras, el sol que comenzaba a caer, me paralizaba. Supongo que un vampiro sentiría lo mismo si de un día para el otro descubriera que puede pasearse al mediodía por el parque soleado. También me paralizaba la hoja en blanco. Porque ahora que podía escribir todas las historias que había perpetrado en mis horas laborales, solamente podía hablar de esto que estoy hablando ahora, de mi trabajo. Con la salvedad de que ahora lo hablo en medio de una red de cosas y porque quiero. Pero al principio, el tema salía como un vómito imparable y no hay nadie a quien le guste vomitar. Yo incluida y a pesar de que soy bastante extraña. Así, me paralizaba para no decir ya más nada. Y pasaba los días en cama, leyendo y vagando por la casa como un fantasma ofuscado por ser fantasma.

Por otro lado me perseguía la idea de la ocupación. Eso que dicen acerca de que uno tiene que hacer algo para ser algo más que un ente. Y me daba culpa. Mi papá y mis hermanos que se iban a trabajar, mis amigos que trabajaban, incluso mi mamá que se ocupaba de la casa. Y yo ahí, la gran chanta, leyendo o mirando la hoja en blanco por horas. Ni siquiera me enteraba de que había tazas por lavar, si hacía años que no tocaba el detergente en mi casa. Vivía en un estado de inercia sorprendida, como alguien que pasa una larga temporada internado en un hospital y no sabe cuándo le darán el alta.

Si lo pienso ahora, puedo resumir dos o tres semanas  en un simple día, porque todos los días fueron iguales y nada cambió el transcurso de mi estado de larva latente. Dicen que cuando uno puede ordenar cronológicamente los recuerdos, no le faltan los tornillos. Yo no sé si habré perdido algunos tornillos en el trabajo, o al renunciar, pero por alguna razón no puedo recordar nada en particular de esas primeras semanas en las que tuve, por primera vez en años, todo el tiempo del mundo para mí. Quizá era eso, tiempo. Tiempo con nada, vacío.

Quizá el tiempo es eso y mientras uno se ocupa de llenar los minutos con algo, se arma la vida. Pero yo ni siquiera llenaba aquel tiempo con depresión, porque al menos eso sería algo para acomodar en la línea de tiempo. Ni eso. Estaba. Estaba paralizada y solamente me sentía viva cuando despertaba y recordaba que no tenía que ir a trabajar, o cuando el cielo se ponía naranja, cortejando la huida del sol. Ni siquiera tenía la determinación suficiente como para ponerme a practicar piano.

Fue cuando pasaron las fiestas de fin de año y yo ya comenzaba a sentir cosquillas en el deber moral para con mi vida cuando aparecieron los gatos. Cuatro gatos recién nacidos y abandonados a su buena suerte (o a la mía) en una bolsa de plástico. Digo que fueron una suerte en mi vida de larva porque ahora yo tenía algo para hacer y era, ni más ni menos que cuidar vidas. Cuatro vidas de gato, que dicen ser veintiocho en total.

Hice y aprendí más cosas en ese tiempo de los gatos de las que hice y aprendí en cuatro años trabajando para un banco cualquiera. Aprendí a entibiar leche y manejar un gotero para alimentar a esas criaturas que uno se preguntaba si acaso no eran ratas. Aprendí a dormir con un solo ojo, porque tenía que darles de comer cada dos horas. Me volví un poco gata, trabajando en la cocina a las cuatro de la mañana sin hacer un ruido, dándoles calor a los gatos, masajeándoles las barrigas como me había dicho el veterinario que las gatas hacían con sus bebés para ayudarlos a digerir. También aprendí muchas cosas veterinarias, tantas veces tuve que ir con alguno de ellos presentando síntomas raros. Ya no era una larva en mi casa. Era un gato más, entre mi vieja gata que ayudaba a dar calor y masajear y los cuatro gatos que se dejaban hacer con plena confianza, luchando por crecer.

Tres se murieron. El veterinario dijo todo lo que tenía que decir para que yo no sintiera culpa. Lo más lógico era eso, que se murieran, porque ni por un momento habían contado con la leche materna que es tan importante para cualquier ser recién nacido. Y siendo tan débiles y diminutos, imposible tratarlos como se trataría en un hospital a un bebé que al menos se le puede abrir la boca para que coma o poner una sonda para que haga pis. Mis cuatro gatos estaban en las manos de la vida y lo que la vida quisiera para ellos, eso pasaría. Al menos eso, lo entendí. Y no fue tan duro enfrentarme con la muerte tres veces en dos meses. Pero fue feo ver cómo todos mis esfuerzos terminaban en la exhalación de un gato que no tenía la culpa de haber nacido. Y lo que más me impresionaba era pensar que quizá morir luego de haber vivido un mes o dos de cuidados y cariño, era más cruel para ellos que para mí.

Sobrevivió la que más desapercibida había pasado. Porque no había tenido ningún síntoma extraño más allá de un ojo infectado y siempre se había mantenido callada y serena apartada de los demás. Supongo que estuvo todo el tiempo juntando fuerzas para vivir más rato, porque la quietud no era un síntoma de su temperamento, ahora lo veo. Ahora que juega hasta con pelotas imaginarias y corre y salta y destroza la casa para llamar mi atención. No, para nada tranquila. Un huracán con un ojo, porque el ojo infectado jamás se desarrolló y está ahí, ciego y cubierto de pestañas. Pero esto no es algo que parezca perjudicar su felicidad y su alegría en lo más mínimo.

Siempre tuvo ganas de vivir, desde la bolsa de plástico, donde lloraba con medio cuerpo afuera, llamando mi atención. Y lo logró. Tuna sobrevivió. Mi novio la hizo crecer a fuerza de atún traído de Carolina del Norte y sospecho que vivirá muchos años colmándole la paciencia a todo el mundo. Pero incluso es tan feliz que luego de colmarte la paciencia, te busca ronroneando fuerte y no hay ser en este mundo que pueda permanecer enojado con ella.

Siempre termino hablando de algún novio/gato o de algún banco. Será que son los dos extremos de mis emociones: el amar y el detestar. A veces soy un poco extremista. Como cuando pasé de cuidar gatos como vieja solterona a ponerme en pareja. Pareciera que la larva dio paso a la mariposa y atrapé la red de un muchacho. No sé quién capturó a quien, pero esas cosas pasan y cuando pasan, no hay explicación alguna.

Como en un abrir y cerrar de ojos me encontré saliendo en pareja con otras parejas, cuando hacía siglos que salía sola con mis amigas y amigos gay. Como en un abrir y cerrar de ojos me encontré con un nuevo hogar al que caí con gata sin ojo y todo. Y así llegamos al porqué tengo que lavar tazas y hacer las compras. Pero yo no llegué tan fácil. Me animo a decir que todavía estoy llegando a la idea, familiarizándome, como quien dice. El tren pasa rápido y una corre y se sube sin pestañear porque cree que no volverá a pasar pronto, y ahí vamos, en un viaje de ida sin tener la más mínima idea del destino. Sin saber si nos bajaremos pronto, si nos estrellaremos o si seguiremos viajando hasta el último día. Y como todo viaje, tiene sus altibajos, sus incomodidades, su tedio y al mismo tiempo la emoción de estar yendo hacia otra parte.

Yo no sé todavía qué es el amor. Sé que él es mi novio, que me dio un anillo de compromiso que era de su abuela, las perlas de su madre como un personaje de novela y que jamás se lava la taza del café. Y toma mucho café. Si no tiene tazas limpias, usa un vaso. O para de tomar. Y cada vez que veo las tazas me pregunto qué es el amor. Porque amor no creo que sea eso que te hace salir con una red o con vestido de mariposa para capturar a alguien y vivir los quince días más desopilantes de tu vida entera. Días de poesía y pasto verde y abrazos interminables y canciones y revuelo feromónico hasta en el asiento trasero de un taxi. Eso que te hace pensar que no podrías despegarte de la otra persona nunca más y que lo mejor que puede pasar en la vida es conseguir un cuarto con una cama enorme donde vivir, comer, amar, leer y cantar Morrissey, todo compartido y al unísono, eso, eso no es amor. Es pasión. Y dura quince días. Un mes si no estamos todo el día como siameses.

Ahora tenemos el esperado nido de amor con tazas de todos colores, el piano, una gata y yogurt en la heladera. Y me pregunto qué es el amor. Será esto que me hace tragarme la rabia de ver treinta tazas, tacitas, vasos y vasitos para ser lavados cuando decido lavarlos y a otra cosa mariposa. O será esto que, no importa cuán enojada esté, siempre me hace sonreír ante su sonrisa compradora de Príncipe Azul. O será esto que me impulsa a cocinar en contra de mis instintos (porque yo odiaba cocinar) para su hambre de vikingo gigante más que para el mío. O será ese vacío triste que siento cuando él sale y yo, feliz de estar a solas, termino escribiendo sobre él y lo mucho que lo extraño. Quizá cuando llega lo quiero matar por haber dejado las tazas sucias y la ropa tirada por todos lados, pero cuando no está es cuando me digo que no es tan grave lavar todas las tazas todos los días. Y no hay nada más lindo que despertar en medio de la noche y sentirlo dormir a mi lado. Ni hablar cuando despierto y estoy en el nido de sus brazos.

¿Eso es amor? No sé. Pensaba que amor era algo así como aceptar al otro y bancarse sus cosas y lavar las tazas calladita la boca, porque total, es más fácil lavar las tazas que tratar de hacer cambiar a una persona. Pero a veces soy extremista. Y por eso a veces lavo las tazas silbando y otras veces las lavo con rabia porque no puede ser que tenga que lavar yo las tazas, que el machismo ya fue, que las sirvientas al menos cobran, que cuándo corno el hombre va a tener que ocuparse de las cosas que se imponen a las mujeres y que cómo pude ser tan sumisa de lavar las tazas con alegría, incluso.

Y basta con que él se pase ante la computadora toda una tarde con un porrón de cerveza al lado y comente: Jesus, I'm starving! para que yo sienta la explosión adentro y piense que todos los hombres son iguales a Homero Simpson antes de empezar a los gritos. Porque yo no digo nada o grito. Y el otro que se niega a discutir, con un tono de voz al estilo Príncipe de Gales indiferente y ahí me lo quiero comer crudo. Ah, no. Si yo bailo, todos bailamos. Y si yo grito, por algo será. Y todo el edificio se entera de que él se va a ir y de que yo pienso que es un cobarde egoísta y que él opina de mí que soy una caprichosa nena de mamá y algo que pasa siempre: yo empiezo a fumar como descosida y él se pone a lavar las tazas (yay!), los platos, las ollas, los pisos y hasta los zócalos mientras nos tiramos misiles.

Eso no es amor. Creo que amor es cuando él dice de pronto: mañana va a hacer más frío que hoy, abrigate, y yo bajo los cañones y dejo que venga a darme un beso en la coronita mientras ya, más calmada, le explico (intento) de nuevo cuál es mi reclamo y él hace un chiste y yo sigo reclamando con tono de chiste y él me aconseja que escriba sobre lo asshole que es, que tengo tela para cortar. Y quizá no entendió lo que yo le grité en la cara, o quizá lo entendió y no lo piensa cambiar, o no puede, o lo que sea, pero al menos ni yo volví con mi mamá ni él se tomó un avión de vuelta a su país, y por la noche dormiremos abrazados, cosa que durará unas cuantas semanas hasta que yo vuelva a gritar por las tazas y los derechos de la mujer y él se vuelva a reír de mi total seriedad para con esta vida que es un completo chiste.

Comentarios