Espejito espejito
La verdad es que soy coadicta. Hasta hace unos meses no tenía idea de eso. Sabía que existía
algo así porque a los veinte años me encontré rodeada de amigos adictos en
recuperación y una chica del grupo, coadicta desde la relación con su padre, me
llevó a un grupo de ayuda para familiares y amigos de adictos. «Te enseñan a
convivir con la enfermedad» me dijo, y yo en mis veinte entendí que me
enseñaban a convivir con el adicto. Pero, como fui una sola vez, nunca entendí
que la enfermedad también la tenía yo y que sería la convivencia más
destructiva de todas. También el hecho de no tener a ningún alcohólico o adicto
a sustancias ilegales en mi familia le quitó visibilidad a mi parte del asunto.
Pero tuve miles de oportunidades en mi vida para verlo y aprender. Y claramente,
como me siguió pasando, no lo hice. Espero que hasta ahora. Porque ahora es
cuando miro atrás y veo la cadena de adicciones que me amarran.
Mi papá se fumó los pulmones y cuando no pudo fumar más se comió miles y
miles de caramelos hasta que le explotó la diabetes. Se murió de un paro cardiorrespiratorio
cuando ya todos los órganos del cuerpo dejaron de recibir oxígeno por su EPOC.
Le habían cortado una pierna por eso, sumado a la diabetes.
Mi primer ídolo de la adolescencia fue Kurt Cobain: adicto y suicida. Aprendí
a los once años a sufrir sin razón (y me enfermé a los doce, obvio, para que
hubiera una razón concreta, que le dicen). El segundo ídolo, Shannon Hoon: adicto
y muerto de sobredosis. Aprendí a no frenar y a tropezarme muchas veces con la
misma piedra. Mi primer novio tenía pavor de que lo dejara, celoso y posesivo
hasta que me consumió: adicto a mí. Luego de dos años aprendí a salir corriendo
de los celosos. Después me enamoré de uno que me engañó delante de mis ojos,
tan borracho que estaba; no podía mirar más allá de sí mismo nunca: Alcohólico.
Fue la relación más enferma de todas porque terminó siendo a distancia y
solamente mía y me costó años poder cortar el vínculo emocional. En medio de
todo eso, empecé a salir con un médico que comía para calmar los nervios y
fumaba para descontracturar: Adicto a la marihuana y a la comida. Y cuando
creía que me había curado de todos ellos, me enamoré con todas mis letras bien
lejos de un norteamericano, pero el Príncipe Azul no podía ser menos: Adicto
a la Vicodina, como House, con la que le habían tratado un hombro dislocado. Lo
dejé cuando mi vida a su lado se volvió incontrolable y, con el corazón roto, aprendí
a preferir estar sola que mal acompañada.
A pesar de todo, seguí teniendo vínculos de amor o de amistad con adictos a
distintas cosas: a la guitarra, al trabajo, a la militancia política, al
estudio, a la lectura, a la adrenalina, a los problemas, a la depresión, al
dolor, al sexo y hasta al desarrollo personal. Y creo que gracias a todos ellos
pude ir aprendiendo a dejar mis «adicciones»: al cigarrillo, a sufrir, a
fantasear, a ser una víctima de las circunstancias, a dejarme maltratar y a ponerme
en el último lugar de prioridades.
Pero con mi última pareja aprendí que no importa que ya no consumas nada y
lleves una vida limpia y tan sana como lo permita el entorno: las actitudes
siguen estando ahí, latentes. Y en la práctica de la convivencia es casi lo
mismo, salvo que con más conciencia y menos escenas dramáticas o peligrosas.
Sigue estando ahí eso incontrolable. Y yo cuando escuchaba hablar del tema me
negaba rotundamente a denominar a la adicción como una «enfermedad», porque mis
creencias se basan en que uno se crea las cosas y así como las crea las puede
descrear, que la palabra es creadora y que bla bla bla. Pero comprendí que la
adicción, con los rasgos de personalidad que la acompañan, en cierto punto se
vuelve inmanejable y sin retorno, como la gangrena en el pie de mi papá, o el
deterioro de todos sus órganos por falta de oxígeno. Existe un deterioro en
algún lugar que no permite librarse tan fácil de todos esos efectos
emocionales. Dicen que es una enfermedad física, emocional y espiritual. Y todo
esto lo pude ver muy claro en todos y cada uno de los adictos con los que
compartí toda mi vida.
Lo que no vi nunca nada claro fue la adicción más grande de todas: la mía.
Pensé que por haberme ido quitando cosas y situaciones adictivas de encima,
estaba a salvo de todo eso. Pero como dije, existe un deterioro en algún
profundo lugar que va más allá de todo lo externo a lo que una se pueda
agarrar. Y ese deterioro me llevó una y otra vez a consumir el mismo tipo de
vínculo, el mismo tipo de personalidad, el mismo tipo de amistad. Fui adicta a los
adictos. Los consumí con pasión una y otra vez hasta que quedaba como una pila de
botellas vacías o un cenicero lleno de colillas aplastadas. Me entregué sin
miras a salvarlos, cosa imposible, porque nadie jamás me podrá salvar a mí,
salvo yo misma. Anhelo la felicidad y medito y trabajo en mí misma, pero a la
primera de cambio recaigo como dijo Cortázar: «sin conciencia, como si nunca
antes». Y vuelta a empezar.
Dicen que la adicción es como un barril sin fondo. Se toma y se toma y
siempre se quiere más y más porque se necesita. El cuerpo lo pide: se hace
adicto a las emociones, al miedo, al dolor, a la rabia. Y las emociones son
programas que andan solos, que se activan con cierto botón que nos tocan (o nos
tocamos) y ahí recaemos. Ahí está la no conciencia, porque es volver a
dormirse, volver a ser la máquina.
Por eso dicen que sólo un camino espiritual puede sacarnos de allí. Un
camino de autocuidado y autoconocimiento, de verse y aceptarse, aceptar que una
no es perfecta y es tanto o más adicta que los demás, porque lo es solapadamente,
en secreto y la mayoría de las veces sin siquiera enterarse. A veces me he sentido como una de las Amas de casa desesperadas, la del
jardincito, que quiere mantener la imagen, las apariencias, y todo es perfecto,
ordenado y luminoso, pero en el fondo es la peor de todas. Y entonces recuerdo
que hay que mirar la vida a la cara, como dijo Virginia Woolf. No es el mejor
ejemplo, porque ella no resistió lo que vio y se suicidó. Pero siempre es mejor
mirar la realidad de la vida a los ojos, para al menos poder decidir, y no
tener vergüenza de lo que uno es. Yo tuve mucha vergüenza siempre de ser como
era, de amar como amaba, de dar lo que daba y sentir como sentía. Aún tengo
vergüenza cuando miro atrás y veo cómo me dediqué a inmolarme sin salvar a
nadie, ni a mí misma. Pero tengo la esperanza de que aceptando «lo que Es»
dejará un día de ser un conflicto, dejaré de sufrir porque entenderé lo que
pasa y tendré herramientas para salir, mejorar, y quizás no salvar, pero sí
ayudar a los demás a medida que me ayudo a mí misma.
Una de las herramientas que me ayudan es esta: escribir de vez en cuando «lo
que Es». Ser sincera. Salir un rato de la novela romántica y su mundo libre de adicciones. Es
curioso, o no, pero ninguno de mis personajes era adicto a algo. Hasta el año
pasado, que terminé Barry Brown y por primera vez sentí que había creado un
personaje creíble, humano y normal con un montón de defectos y automatismos
incontrolables. Será que gracias a eso mi propia realidad como personaje de mi
vida se manifestó clara y rotunda ante mis ojos, para que la viera y dejara de
ignorar la gran verdad. Aun así es curioso, o no, cómo la realidad siempre
siempre siempre supera a la ficción. Y por eso la escribo. Para no olvidarlo.
Espero que no les esté pasando esto ni les haya pasado ni les vaya a pasar, pero si acaso, les dejo algunas de las herramientas que me ayudaron a salir del ojo de la tormenta y entender lo
que me estaba pasando y las que uso a diario para estar bien:
Ir a Nar-Anon: http://naranon.com.ar
Hacer los ejercicios del libro El camino del artista, sí o sí las
«páginas matutinas»
♥
Muy bueno Cora, a partir de ahora personalidad destacada del club de remo en dulce de leche, pero con los ojos fijos en la costa, cómo aprendimos a hacerlo.
ResponderEliminarJajaja! Qué bueno, cuadro de honor, con todo lo que remé! jajaja Gracias, Lord :) fijos en la costa, yeah!
Eliminar